[Alexandre Lichtmann] ¿Hacia una guerra civil en Israel?


¿Hacia una guerra civil en Israel?

Alexandre Lichtmann

20 de mayo de 2025

Traducción de Pablo Jiménez y 

Grupo de Traductoras Comunistas, fracción mexicana 

Al centrarse en las tensiones que, desde 2023, parecen haber cruzado un umbral crítico, este texto propone volver la mirada a las contradicciones internas que atraviesan actualmente la sociedad israelí. El reto consiste en cambiar el enfoque: pensar en las dinámicas propias del sistema israelí no como realidades externas al drama que se desarrolla en Palestina, sino como contradicciones susceptibles, a largo plazo, de reabrir posibilidades estratégicas para el movimiento palestino de liberación nacional.

La causa palestina se impone como una de las principales cuestiones políticas de nuestro tiempo. Los acontecimientos de los dos últimos años así lo atestiguan: está reconfigurando las líneas de fractura a escala mundial, reavivando los imaginarios antiimperialistas y cristalizando posiciones a menudo irreconciliables dentro de las escenas políticas nacionales que nos obligan a tomar partido.

Los recientes acontecimientos de Gaza, con toda su tragedia —decenas, probablemente  centenares de miles de muertos y millones de desplazados—, revelan una realidad política cada vez más difícil de ignorar: la cuestión de la liberación palestina actualmente no puede considerarse independiente de la profunda crisis interna del Estado israelí. Ambos procesos parecen estar intrínsecamente unidos: el impasse del proyecto nacional palestino es inseparable del estancamiento del sistema político israelí, y viceversa. Esta observación exige invertir la perspectiva: la paz no vendrá de un simple compromiso entre dos entidades estables, sino que sin duda surgirá de una ruptura interna importante en una de ellas, en este caso, de una conmoción política y social en el corazón mismo de Israel.

A fortiori, es poco probable que la victoria del pueblo palestino surja únicamente de un cambio geopolítico regional, de una simple presión exterior, o incluso de una movilización unificada del mundo árabe o musulmán. Ella supone una ruptura de los equilibrios internos que han sustentado la estabilidad israelí desde la década de 1990. Dicho de otro modo, la posibilidad misma de un cambio radical en la situación palestina está condicionada por el desmoronamiento, parcial o total, del orden social, político e ideológico que une a los distintos componentes de la sociedad israelí.

En la actualidad, este compromiso se basa en un equilibrio inestable entre varios bloques sociales antagónicos, que coexisten sin llegar a fusionarse: las élites liberales y de seguridad de los centros urbanos, las clases trabajadoras mizrahim y las periferias de derechas, los ultraortodoxos, los colonos y los árabes israelíes. Estos grupos defienden visiones del mundo irreconciliables, pero que convergen (excepto la minoría árabe), en torno a un mismo orden institucional, mantenido por el ejército, la alta administración y una economía altamente internacionalizada e integrada en los circuitos occidentales.

Pero este orden se tambalea. El año 2023 ofrece una imagen sobrecogedora. El proyecto de reforma judicial del gobierno de Netanyahu está provocando un enfrentamiento cada vez más enconado entre las élites jurídicas y económicas, por un lado, y la coalición nacionalista-religiosa en el poder, por el otro. Este conflicto, lejos de ser coyuntural, revela la profundización de una crisis en el régimen: ya no es sólo la política exterior o la cuestión palestina lo que divide, sino la propia definición del Estado, sus normas y su legitimidad. Esta crisis en particular no puede más que tener profundas repercusiones en la estructura del poder y en el margen de acción del Estado frente a la resistencia palestina.

Al mismo tiempo, el deterioro del marco geopolítico regional abre otra brecha. Si Estados Unidos redefiniera su presencia en Oriente Medio, como consecuencia de las prioridades estratégicas en la región Asia-Pacífico, o si las relaciones de Israel con Turquía, Arabia Saudí o Egipto se tensaran permanentemente, el entorno estratégico de Israel se volvería más frágil. No obstante, esta evolución no sería suficiente. Sin repercusiones directas en el equilibrio interno de Israel —sin un profundo efecto desestabilizador en su economía, en la cohesión de sus fuerzas armadas o incluso en el consentimiento de sus élites al orden existente—, la causa palestina seguiría marginada y confinada a la seguridad o a la gestión militar.

Por ello, la liberación palestina sólo será posible cuando estas dos dinámicas —interna y externa—, se refuercen mutuamente. Una crisis geopolítica sin fallos internos se podrá contener. Una polarización interna sin aislamiento geoestratégico será reprimida. Pero si una crisis social, económica y política importante sacudiera la estructura israelí en el mismo momento en que se tensan sus alianzas regionales, podría abrirse un espacio de indecisión. Este momento de vacilación, siempre imprevisible, constituiría la condición para una solución a la cuestión palestina, ya no bajo la forma de concesión diplomática o de gesto humanitario, sino como una ruptura histórica que podría rediseñar los equilibrios regionales, desde el Jordán hasta el mar, y potencialmente mucho más allá.

Explorar esta hipótesis supone remontarse a la génesis y evolución de las divisiones que conforman Israel. Lejos de ser un bloque homogéneo, la sociedad israelí está atravesada por tensiones étnico-nacionales, religiosas, sociales y políticas, algunas de las cuales tienen sus raíces en la primera mitad del siglo XX. Mantenidas durante mucho tiempo por debajo del umbral crítico, estas líneas de fractura ahora se han exacerbado a tal punto que la idea de un colapso, otrora difícil de concebir, desde dentro, se hace eco en el propio debate público israelí.

Este texto ofrece una relectura de la dinámica reciente a la luz de esta hipótesis. Traza las principales pautas del conflicto interno en Israel, centrándose en las tensiones que parecen haber alcanzado este umbral crítico desde 2023. Lo que está en juego es un cambio de perspectiva que nos permitirá comprender mejor cómo las contradicciones internas de Israel podrían, con el tiempo, reabrir el campo de posibilidades para el movimiento de liberación palestino.

Del sionismo socialista al neoliberalismo orientado a la seguridad: breve historia económica de Israel

El primer paradigma económico del protoestado israelí, surgido en la década de 1930, estuvo marcado por un proyecto de asentamiento centrado en la agricultura extensiva.[i] Esta fase obedecía a un objetivo dual: preparar la soberanía territorial mediante la colonización agraria y sentar las bases económicas de una sociedad nacional autónoma. La adquisición de tierras era entonces una prioridad para el movimiento sionista, que concebía la propiedad de la tierra y su cultivo como el vector de la futura legitimidad territorial y nacional. Esta dinámica se llevó a cabo en detrimento de los campesinos palestinos, que fueron expulsados o marginados, y contó con el apoyo de inversiones extranjeras procedentes de la diáspora, que a menudo eran poco rentables desde el punto de vista económico, pero que se consideraban necesarias en nombre de la ideología de la colonización y la consolidación territorial.

A partir de la creación del Estado de Israel en 1948, el segundo paradigma económico se centró en el imperativo demográfico. El objetivo prioritario era integrar rápida y masivamente a varios millones de inmigrantes, en particular a las comunidades judías procedentes del mundo árabe, los mizrajíes. En este proceso, la Histadrut, central sindical con un considerable poder económico y político, desempeñó un papel central junto a un Estado aún en construcción. La Histadrut controla una parte significativa de las grandes empresas industriales del país. Distribuye los recursos y encarna una forma avanzada de estatismo sindical que permite una planificación capitalista semicentralizada. Sin embargo, su objetivo era desarrollar la economía e incorporar al trabajo a la mano de obra inmigrante y no desarrolló una política redistributiva. Esta integración, llevada a cabo sin verdaderas políticas sociales de acompañamiento, agravó una profunda fractura socioeconómica entre los ashkenazíes, llegados en su mayoría antes de 1948 y que a menudo disponían de capital o de cualificaciones superiores, y los mizrajíes, que se enfrentaban a condiciones difíciles, notablemente marcadas por la experiencia en los campos temporales, las maabarot. Esta división socioeconómica se tradujo de forma duradera en una oposición espacial y de clase entre el centro privilegiado, situado en la llanura costera, con Tel Aviv y Haifa como sus dos centros principales, y las periferias económicamente desfavorecidas en los márgenes del territorio nacional.

El tercer paradigma, iniciado por la política de austeridad de 1965, supuso un cambio importante hacia la independencia económica mediante las exportaciones y una reducción drástica del déficit del comercio exterior. Este cambio provocó un aumento significativo del desempleo estructural, acompañado de una erosión progresiva de la alianza tradicional entre el Estado, la Histadrut y la clase obrera israelí. Este paradigma también desencadenó indirectamente el auge de las comunidades ultraortodoxas (haredim), que se convirtieron gradualmente en una fuerza política influyente a partir de los años setenta, gracias sobre todo a su capacidad para movilizar el incipiente Estado del bienestar y las prestaciones sociales para garantizar su relativa autonomía económica.

Entre 1985 y 1995, Israel adoptó un giro neoliberal de izquierdas sustentado en una política internacional impulsada en particular por el Partido Laborista y Shimon Peres. Este paradigma vinculaba de manera tácita la liberalización económica a una estrategia geopolítica de integración regional por la paz, encarnada en el concepto de «Nuevo Medio Oriente». Esta visión se basaba en el supuesto de que la prosperidad económica propiciada por el liberalismo fomentaría una estabilidad regional duradera. Sin embargo, para que esta ambición tuviera éxito, era necesario empezar a resolver la cuestión palestina, especialmente mediante los Acuerdos de Oslo. Sin embargo, el proceso iniciado con estos acuerdos tropezó rápidamente con importantes obstáculos y suscitó una profunda resistencia interna en Israel. El asesinato del primer ministro Yitzhak Rabin en 1995 marcó brutalmente el fracaso de este enfoque, ya que puso de manifiesto que este proyecto neoliberal de integración regional seguía siendo profundamente vulnerable a las fracturas internas y a la ausencia de un consenso sobre la resolución del conflicto israelo-palestino. Estos acontecimientos allanaron el camino para una redefinición de la estrategia económica de Israel hacia un neoliberalismo más orientado a la seguridad y más nacionalista.

La llegada al poder de Benjamin Netanyahu en 1996 confirmó este cambio. Bajo los sucesivos gobiernos, la economía se integró profundamente en el complejo militar-industrial, Israel se convirtió rápidamente en uno de los principales exportadores de armas del mundo. Esta fase se caracterizó por una lógica de mercado liberal orientada hacia supuestos intereses nacionales y de seguridad más que hacia las libertades individuales o el bienestar social de la población.

A pesar de los notables avances en materia de autonomía financiera, que se reflejan en una reducción espectacular de la deuda exterior y un importante superávit comercial, el balance económico de Israel en este periodo es desigual. Aunque el país ha mostrado una creciente independencia financiera, ilustrada por un superávit comercial y una deuda exterior que se ha reducido considerablemente desde principios de la década de 2000, persisten dos limitaciones importantes que hacen de Israel un Estado con una soberanía limitada y una economía subordinada, a pesar de sus logros: la dependencia de Estados Unidos en materia de seguridad y la dependencia económica del capital extranjero.

Por un lado, la relación con Estados Unidos sigue siendo profundamente asimétrica. El fin de la ayuda económica directa, aunque es simbólicamente importante, ha ido acompañado de un aumento significativo de la ayuda militar. Desde 2016, en «tiempos de paz», esta ha ascendido a 3.800 millones de dólares anuales, lo que subraya la dependencia muy real de Israel y la influencia decisiva de Washington en su dirección política y militar. Esta dependencia geoestratégica se acentuó aún más tras los atentados del 7 de octubre de 2023. Como parte de la respuesta militar de Israel y la escalada regional que le siguió, la administración estadounidense liberó 17.900 millones de dólares adicionales en ayuda militar. Si bien algunos interpretan este apoyo masivo como un compromiso incondicional, en realidad refuerza la influencia de Washington sobre la política israelí, lo que podría resultar contraproducente a largo plazo. Israel, por supuesto, tiene su propio arsenal nuclear. Las estimaciones de su tamaño varían entre 70 y 300 cabezas nucleares. Esto otorga a Israel una ventaja innegable sobre sus vecinos. Sin embargo, no está claro hasta qué punto podría recurrir a él, independientemente de un acuerdo con Estados Unidos.

Por otro lado, la salud económica del país y sus excedentes comerciales en la escena internacional son en gran medida el resultado de dinámicas exógenas, y no de una acumulación endógena de capital nacional. Durante el período 2018-2022, el país atrajo una media anual de unos 22,2 billones de dólares en inversión extranjera directa (IED), mientras que la inversión directa israelí en el extranjero apenas representó un tercio de esta cantidad. Esta asimetría plantea dos implicaciones importantes. En primer lugar, el elevado volumen de IED entrante —que ya ha descendido ligeramente desde los atentados del 7 de octubre de 2023— podría contraerse aún más si no se resuelve rápidamente la constante inseguridad. En segundo lugar, las ambiciones de hegemonía regional de Israel se enfrentan a una limitación estructural: la relativa escasez del capital propio que puede movilizar en los países vecinos del Levante y el Golfo Pérsico. Esta limitación es tanto más acusada cuanto que Israel sigue siendo un país pequeño, tanto geográfica como demográficamente, en comparación con actores regionales de mayor envergadura como Turquía, Arabia Saudí e Irán. Israel compensa en parte esta debilidad estructural con un importante poder político y militar. Sin embargo, como hemos visto, esta capacidad de acción sigue dependiendo estrechamente del apoyo estratégico de Estados Unidos.

En última instancia, estas dos limitaciones externas matizan en gran medida el discurso sobre la independencia económica de Israel. Sirven para recordar que la soberanía nacional no se mide únicamente en términos de resultados macroeconómicos, sino también en función de la capacidad de un Estado para definir libremente sus orientaciones estratégicas, sin verse limitado por condicionantes externos contradictorios.

Por otra parte, el análisis de la economía israelí pone de relieve una constante del neoliberalismo, sea cual sea su variante: aunque el modelo israelí ha obtenido resultados extraordinarios según los indicadores macroeconómicos, esta prosperidad no se ha traducido en una mejora significativa del bienestar de la mayoría de la población. Muchos analistas de la economía política israelí han resumido de manera elocuente esta contradicción: Israel se ha convertido en un «país rico con ciudadanos pobres».

Históricamente, la política socioeconómica israelí ha tratado de conciliar los imperativos de seguridad y justicia social para sus ciudadanos judíos. Hasta la guerra de 1967, el Estado dedicaba considerables recursos a políticas de fomento de la integración a través del trabajo, lo que fue posible gracias a la importante ayuda estadounidense, que permitió financiar la expansión militar y mejorar el nivel de vida al mismo tiempo. Sin embargo, esta dinámica se vio profundamente socavada por la crisis económica de 1985, preludio del giro neoliberal en materia de seguridad de los años noventa. Bajo el efecto combinado de la constante inseguridad regional y las convulsiones provocadas por la Segunda Intifada, las élites políticas fueron relegando las cuestiones sociales a un segundo plano, dando prioridad exclusiva a la cuestión de la seguridad nacional.

Este cambio de rumbo no es simplemente una opción política, sino un reposicionamiento estratégico que, a ojos de los responsables políticos, se ha convertido en una necesidad estructural impuesta por el entorno regional. El resultado es una configuración paradójica: a pesar del creciente descontento de la población en lo que se refiere a la desigualdad y la precariedad, la estabilidad política interna se mantiene gracias a un amplio apoyo consensuado a una doctrina de seguridad considerada indispensable frente a las amenazas percibidas.

El movimiento de protesta social del verano de 2011, que formó parte del ciclo mundial de luchas en torno a los movimientos de plaza, ejemplifica esta tensión. Al reunir a ciudadanos de todos los estratos sociales —desde los centros urbanos hasta la periferia—, marcó una ruptura poco frecuente en la historia política israelí contemporánea, al volver a centrar el debate público en las desigualdades y el coste de la vida, en lugar de centrarlo en la seguridad. Aunque efímera, este arrebato interclasista revela la potencia del malestar subyacente.

Este malestar no se explica únicamente por la adopción de un neoliberalismo particularmente duro, sino también por una articulación única entre la lógica de mercado y la movilización nacional permanente en torno a cuestiones de defensa. Así, la economía israelí se instrumentaliza cada vez más con fines de seguridad, en un proceso de renacionalización enmascarado por la apariencia de un liberalismo triunfante.

En definitiva, la sociedad israelí asume el elevado coste social de una política de seguridad a ultranza, lo que plantea una cuestión crucial: ¿está justificado este coste? La respuesta depende inevitablemente de cómo se miren las orientaciones estratégicas de Israel en la región. Si se considera que esta política de seguridad ultraagresiva es una condición de supervivencia en un entorno hostil, entonces los sacrificios sociales pueden ser considerados como legítimos. Por el contrario, si se considera que esta política está dictada por opciones ideológicas cuestionables y una estrategia nihilista, entonces aparece como un impasse político y económico con efectos profundamente desiguales y desestabilizadores a largo plazo.

Esta es quizás la última paradoja que el atentado del 7 de octubre sacó brutalmente a la luz: al pretender garantizar la seguridad mediante una militarización excesiva, Israel reveló ese día los límites y las vulnerabilidades de un modelo que antepone la obsesión por la seguridad a lo social, sin que ello impida el surgimiento de la violencia. Como lo sugieren una serie de dinámicas que examinaremos a continuación, esta conmoción ha sacudido el núcleo mismo del consenso nacional israelí, que ahora parece al borde de la fragmentación, o incluso de la implosión.

¿Llegará Israel a su centenario?

Recientemente, se ha publicado un informe firmado por Eugène Kandel —economista de renombre, antiguo asesor económico de Benjamin Netanyahu y figura central de la élite tecnocrática israelí— que constituye una auténtica señal de alarma que emana del corazón mismo de los círculos dirigentes.[ii] Este documento, dado a conocer con motivo del 75 aniversario del Estado de Israel, expresa una preocupación sin precedentes en el panorama institucional nacional: la posibilidad de que el Estado no llegue a su centenario. El informe, escrito en colaboración con con Ron Tzur, pone de relieve las crecientes fracturas internas del país, agravadas por el intento de reforma judicial de 2023 y el sismo político y de seguridad del 7 de octubre. Más que un simple diagnóstico de la situación actual, este texto denuncia el estancamiento de la gobernanza marcado por el nihilismo estratégico del gabinete Netanyahu. Proporciona una visión general del progresivo desmoronamiento de los pilares fundadores del Estado israelí moderno: la cohesión social, la confianza institucional y la capacidad de proyectar un futuro colectivo. Pocas veces un documento de la esfera tecnocrática ha formulado un pronóstico tan grave para la propia supervivencia del proyecto nacional israelí.

En este informe, Kandel presenta pruebas irrefutables de la fragilidad sistémica de Israel: el caos en la toma de decisiones, la debilidad del liderazgo y la profunda disfunción institucional impiden cualquier respuesta coherente a las crisis simultáneas, tanto internas como externas. El diagnóstico es severo: el Estado de Israel no podrá sobrevivir a largo plazo sin una revisión en profundidad, dolorosa pero indispensable.

El primer reto identificado es de índole económica y fiscal. Kandel destaca la dualidad estructural de la economía israelí, marcada por la coexistencia de dos sistemas distintos: por un lado, una economía productiva orientada a la exportación, altamente competitiva e integrada en los circuitos mundiales; por otro, un sector rezagado que depende de subvenciones públicas masivas, contribuye poco y está poco integrado. Este desequilibrio queda ilustrado por la población ultraortodoxa, que representa alrededor del 7% de los hogares israelíes, pero recibe transferencias públicas anuales muy superiores a la media nacional (alrededor de 120 000 séqueles por familia, frente a los 20 000 de una familia judía israelí que no es ultraortodoxa).

Esta disparidad presupuestaria es tanto más preocupante cuanto que se inscribe en una dinámica demográfica importante, combinada con una tasa de empleo particularmente baja y un déficit educativo masivo: el 70% de los estudiantes ultraortodoxos no tienen el equivalente al bachillerato, y sólo el 1,6% cumple el servicio militar. Según Kandel, este modelo económico dual es insostenible a mediano plazo. El Fondo Monetario Internacional corrobora esta observación: sin reformas estructurales profundas, el sistema fiscal israelí corre el riesgo de asfixiarse de aquí a 2045.

El segundo gran reto se refiere a la cohesión social, que actualmente se encuentra gravemente comprometida. La sociedad israelí está atravesada por tensiones identitarias cada vez más agudas: entre judíos y árabes, religiosos y laicos, liberales y ultranacionalistas, pero también entre el centro urbano de la llanura costera y los suburbios marginados. Estas fracturas, lejos de atenuarse por una visión política unificadora, por el contrario, se han exacerbado por la ausencia de un proyecto nacional integrador capaz de trascender las lógicas comunitarias y las divisiones identitarias. Esta polarización se extiende incluso más allá de las fronteras del Estado: el 44% de los judíos estadounidenses afirma que ya no se identifican con los valores propugnados por Israel, lo que indica un preocupante debilitamiento del vínculo con la diáspora. Esta creciente fragmentación social supone una amenaza directa para la estabilidad interna del Estado a mediano plazo.

Por último, el tercer desafío —y, sin duda, el más inmediato— se refiere a la soberanía del Estado, profundamente sacudida por los acontecimientos del 7 de octubre de 2023. Kandel describe una situación de alarma nacional: el Estado, que se supone que debe garantizar la seguridad, ha fracasado en su misión principal al no proteger a sus ciudadanos. Este fracaso ha dado lugar a la formación de grupos de autodefensa, al tiempo que ha alimentado una retórica política extremista, marcada por las llamadas a la venganza y una exacerbada deriva antidemocrática. Esta crisis de seguridad se inscribe en un contexto ya marcado por una crisis política de mayor envergadura, la de los reservistas, desencadenada por el controvertido proyecto de reforma judicial que amenazaba directamente la democracia israelí. Desde principios de 2023, miles de reservistas del ejército, en particular de unidades de élite vitales para la seguridad nacional, expresaron su negativa a cumplir órdenes en caso de amenaza a las instituciones democráticas, un movimiento incipiente que, no obstante, alarmó a los altos mandos de la seguridad nacional. Ya en marzo de 2023, el ministro de la Defensa, Yoav Galant, había advertido públicamente que estas profundas divisiones internas debilitaban peligrosamente el estado de preparación del ejército y podían animar a los enemigos de Israel a intentar aprovechar estas vulnerabilidades, una predicción que ahora parece premonitoria. Esta coyuntura se exacerbó por temor a la desarticulación social, que devolvieron al debate público expresiones como «anarquía» y «hermano contra hermano», e incluso llevó, por primera vez en la historia contemporánea del país, a mencionar abiertamente el espectro, impensable durante mucho tiempo, de la guerra civil. Este hecho pone de manifiesto la creciente incapacidad del Estado para ejercer plenamente sus funciones soberanas, en un contexto de tensiones internas que alimentan una fragilidad estructural cada vez más notable, en un contexto regional cada vez más inestable.

Cuatro escenarios posibles

La gravedad del diagnóstico de Eugène Kandel hace un llamado a reflexionar profundamente sobre las posibles evoluciones de esta crisis sistémica. Aunque el informe ofrece un análisis detallado y sin precedentes de las fragilidades internas del Estado israelí, procura no anticipar cuál será su evolución. Aquí es donde entra nuestro propio análisis. Nos gustaría ir más lejos con nuestra reflexión y examinar los escenarios concretos que podrían surgir de la crisis actual. Se trata de explorar diversas trayectorias posibles a corto y mediano plazo, que van desde la posibilidad de una regeneración política hasta la posibilidad extrema, pero ya plausible, de una desintegración prolongada.

Unidad nacional y reconstrucción moderada

En este escenario optimista, el sistema político israelí logra una forma de autocorrección, impulsado por la aguda conciencia del peligro existencial que suponen las divisiones internas. Benjamin Netanyahu se ve obligado a dimitir, ya sea por la presión popular o como medida estratégica de su propio partido. Su dimisión allana el camino para la formación de un gobierno de unidad nacional, reuniendo al centro, a la derecha moderada y, potencialmente, a los laboristas. Unas elecciones anticipadas en 2025 permitirían aclarar el mandato político, ofreciendo una coalición más amplia, liderada por una figura más consensuada como Benny Gantz (quien encabeza las encuestas), y que tendría la legitimidad necesaria para embarcarse en una reorganización institucional. Este gobierno de unidad emprendería una serie de reformas clave destinadas a restablecer la confianza democrática: abandono definitivo de la controvertida reforma judicial, introducción de salvaguardias constitucionales (o incluso de una Constitución por completo) y nombramiento de figuras independientes en puestos simbólicos para apaciguar las divisiones partidistas. En el ámbito socioeconómico, se adoptarían medidas ambiciosas para corregir los desequilibrios exacerbados por la crisis: reforma del reparto de los cargos nacionales (por ejemplo, una función pública alternativa para los ultraortodoxos), recuperación económica selectiva en las regiones marginadas y una política de reconciliación nacional. Aunque este escenario es improbable dada la fragmentación de la sociedad israelí, no sólo evitaría una crisis sistémica, sino que también reforzaría el llamado carácter democrático del país. Esta es la apuesta que encarnan las movilizaciones masivas de la sociedad israelí desde 2023: provocar un impulso cívico que conduzca a un nuevo pacto social, basado en la unidad nacional y la supervivencia del modelo democrático frente a los peligros identitarios y autoritarios.

Polarización aguda y crisis institucional duradera

En este escenario pesimista, no ha logrado emerger ninguna solución de compromiso. Benjamin Netanyahu se mantiene en el poder a pesar de todo, movilizando todo su arsenal político —retrasos en las comisiones de investigación, alianzas con los partidos más radicales y grandes concesiones a los partidos jaredíes para evitar unas elecciones anticipadas cuyo resultado le serían desfavorables. La reforma judicial, lejos de abandonarse, se retoma con vigor. A principios de 2025, se intensifican los esfuerzos para «reestructurar el equilibrio de poder» entre el ejecutivo, el legislativo y el judicial. La Knéset aprueba nuevas leyes que restringen la autoridad del Tribunal Supremo, en particular en lo referente a los nombramientos judiciales y la reforma constitucional. En respuesta, el Tribunal invalida estas leyes, por considerarlas contrarias a los principios fundamentales del Estado de derecho. Ante esta decisión, el gobierno cuestiona abiertamente la legitimidad del Tribunal, y algunos miembros de la mayoría sugieren abiertamente que se soslaye. El país podría entrar entonces en una zona de doble legitimidad sin precedentes: dos poderes —el legislativo y el judicial— abiertamente enfrentados, cada uno de ellos pretendiendo encarnar la soberanía popular o la salvaguarda de los principios constitucionales (en un país que, no lo olvidemos, carece de Constitución formal). Este conflicto podría degenerar rápidamente en un cisma institucional. Podríamos ver a la Knéset intentando destituir a los jueces o, a la inversa, al fiscal general emprendiendo acciones legales contra los ministros que se nieguen a aplicar las decisiones judiciales. Esta desintegración de la jerarquía normativa y de la cadena de mando plantearía un dilema difícil a las fuerzas de seguridad: en caso de contradicción entre una orden gubernamental y una decisión judicial, ¿a qué autoridad deberían obedecer? En este clima de parálisis institucional, la calle se convertiría en el escenario de una confrontación ideológica cada vez más radical. Es probable que se produzcan episodios esporádicos de violencia entre partidarios y detractores del gobierno. Ya no podría descartarse la posibilidad de un acto de violencia, como el atentado político que le costó la vida a Isaac Rabin en 1995. En este escenario, el Estado hebreo entraría en una crisis política gravísima, marcada por una conflagración interna del sistema. La salida de la crisis podría requerir medidas de excepción —del presidente del Estado, o incluso de los altos mandos militares— para evitar la desarticulación total de las instituciones. Este escenario constituye, sin duda, el desenlace que todos buscan evitar, pero que ya no puede descartarse mientras la polarización se intensifique y ningún árbitro legítimo sea capaz de imponerse.

Escenario de inestabilidad crónica y fragmentación del poder

En este escenario, no hay confrontación espectacular ni ruptura dramática, sino una erosión gradual de la capacidad de gobernar. Supongamos que Netanyahu abandona finalmente la escena política —ya sea por la fuerza o por voluntad propia— sin que ninguna fuerza política consiga imponer una clara mayoría. El país volvería entonces a caer en un estancamiento similar al visto entre 2019 y 2022, con una sucesión de elecciones sin un resultado claro. Figuras como Benny Gantz o Yaïr Lapid intentarían formar una coalición heterogénea, similar a la alianza Lapid-Bennett de 2021. Sin embargo, esta mayoría de compromiso, que reúne a partidos con puntos de vista divergentes sobre cuestiones fundamentales (la colonización, el estatuto de las minorías árabes, la relación entre Estado y religión), sería estructuralmente frágil. Su ruptura prematura conduciría a nuevas elecciones, perpetuando la imagen de un vacío permanente en la toma de decisiones. Mientras tanto, las grandes cuestiones estructurales —reforma del sistema educativo, integración de las poblaciones ultraortodoxas, política de seguridad en Cisjordania y Gaza, sostenibilidad presupuestaria— seguirían sin abordarse. Esta parálisis prolongada debilitaría la eficacia administrativa y la capacidad de planificación estratégica, incluso en el seno del ejército, que se vería privado de directrices claras en un contexto regional cada vez más volátil. La creciente fragmentación del campo político —ya perceptible en la hiperatomización de la Knéset, donde coexisten más de una docena de partidos— podría volverse estructural. Este fenómeno, menos espectacular que la confrontación institucional antes mencionada, podría, sin embargo, resultar igual de corrosivo: conduciría a una incapacidad crónica para gobernar, minando la confianza de la población, no en un líder o un partido, sino en el sistema en su conjunto. Los israelíes, acostumbrados desde hace tiempo a una forma de eficacia institucional a pesar de las crisis, podrían sumirse en un sentimiento de profundo desencanto político. Este clima fomentaría la abstención, el cinismo generalizado e incluso el aumento de la emigración entre las generaciones más jóvenes y las élites tecnocráticas, desilusionadas por la incapacidad del Estado para ofrecer un futuro estable. Este escenario constituiría una forma de implosión silenciosa, pero que tendría un efecto perjudicial duradero en la capacidad de resistencia del Estado israelí.

Un escenario de endurecimiento autoritario

Este escenario se basa en la suposición de que el continuo deterioro de la situación de seguridad —la culminación del genocidio en Gaza o la confrontación cada vez mayor con Irán— serviría de palanca para  que el régimen cambiara hacia una forma de gobierno aún más autoritaria. Bajo la apariencia de un estado de guerra permanente, el gobierno podría invocar la emergencia nacional para imponer medidas excepcionales que restrinjan gradualmente las libertades civiles y consoliden el poder ejecutivo. Entre estas medidas podrían incluirse la prolongación indefinida del estado de emergencia, una mayor censura de los pocos medios de comunicación críticos con la campaña militar y la criminalización de las manifestaciones callejeras so pretexto de traición o de atentar contra la unidad nacional. Este endurecimiento se inscribiría en una retórica ya conocida. Netanyahu no ha dudado en describir a algunos de sus oponentes como «ecos de la propaganda de Hamás», insinuando que cualquier crítica en tiempos de guerra es subversión. En una versión aún más crítica, el gobierno, apoyado por la franja más radical de la opinión pública, podría tratar de silenciar a la oposición por medios institucionales o extrajudiciales: restringiendo las manifestaciones, marginando a la prensa independiente, poniendo en jaque al sistema judicial. Muchos ministros en funciones defienden abiertamente posiciones fascistas, y algunos ya han pedido que se limite la autonomía de los contrapoderes. Por supuesto, persistiría una resistencia popular masiva —como lo demostraron las movilizaciones de 2023, capaces de paralizar el país en cuestión de días—, pero una disputa prolongada entre un ejecutivo autoritario y una sociedad civil combativa podría sumir al país en una forma de conflicto latente, al margen de la legalidad constitucional. Aunque las protestas de 2023 demostraron su capacidad real para paralizar el país, fueron más representativas de una confrontación interna con la élite política, económica y militar que de una auténtica resistencia popular en el sentido social y étnico más amplio. Así pues, una auténtica resistencia popular —en la que participen segmentos más diversificados y, en particular, grupos sociales y étnicos tradicionalmente marginados— sigue siendo una hipótesis plausible, pero que requeriría una convergencia sin precedentes de fuerzas sociales hasta ahora fragmentadas.

Por último, este escenario podría converger con el de la crisis institucional (escenario 2), sobre todo si el gobierno decidiera suspender las prerrogativas del Tribunal Supremo o ignorar deliberadamente sus decisiones. A nivel interno, el ejército y los servicios de seguridad podrían aparecer entonces como los últimos árbitros creíbles. Hasta ahora, su lealtad al gobierno civil se ha mantenido prácticamente intacta, a pesar de las tensiones y de las amenazas de negarse a servir en 2023. Pero su papel podría llegar a ser decisivo si las instituciones civiles entran en conflicto abierto, o si se suspende formalmente el orden democrático. De hecho, no puede descartarse un escenario de guerra civil, aunque todavía esté muy lejos.


[i] Para una historia económica de Israel más detallada se recomienda revisar: Arie Krampf, The Israeli Path to Neoliberalism: The State, Continuity and Change, Routledge, 2020.

[ii] El reporte completo está en hebreo, se puede descargar de esta dirección bajo la condición de dar una dirección de correo electrónico: https://www.israelstrategicfutures.org/en/מי-אנחנו